Y de la historia «¿dónde están los contenedores de este pueblo?«, ahora viene el «¿pero dónde me he metido?». Es que esto tengo que contártelo ¡todavía me estoy riendo! Aunque lo cierto es que esta noche no me ha hecho ninguna gracia. Procedo.
Desde el día en el que me instalé en esta casa, he tenido pequeñas desavenencias con la nevera; primero notaba un olor muy fuerte e incómodo en su interior. No sé, desagradable, pero supuse que era porque habría estado apagada y cerrada. El caso es que me saqué de la manga todos los trucos de abuela que se me ocurrieron y el más socorrido fue lo de poner un limón abierto por la mitad. Bastante efectivo.
A todo esto, en un par de ocasiones pensé «esta nevera no es más ruidosa de lo normal», pero igual lo dije en voz alta y parece que le vino mal. Unos días después empezó con la alarma del congelador. Parpadeaba la temperatura en la pantalla frontal digital y se oía un pitido incómodo. Le das dos veces al OK, esperas una hora y deja de parpadear. Hasta el momento no parecía grave.
La cosa se empezó a complicar poco a poco
No contenta con eso, dejó sonar su alarma maliciosa también en mitad de la noche.
Un poco raro, sobre todo porque si me acuesto a las 22h, cuando entramos en alerta yo ya voy por el segundo sueño. Y cuesta un poco despegar los ojos y abrirlos entre legañas para tomar consciencia de lo que está pasando. «¡Ostras, es la nevera!». Pues nada, la apago y a contar ovejitas hasta el aburrimiento.
¡Y se convirtió en costumbre! Sobre las 2:00, quizás a las 4:00 o a las 6:00 de la mañana ahí estaba el sonidito especial de la venganza de mi nevera. Jolín, sí que lo tomó a pecho.
Ahí fue cuando apareció Nando.
Con el técnico hemos topado
Un técnico que iba a venir a salvar mi sueño. Raudo y veloz, el lunes a primera hora estaba llamando a mi puerta, tras un fin de semana de huida loca de este manicomio (vamos, que me fui al pueblo con la familia, pero ahí estaba sonando cuando llegué ¡pobres gatos lo que habrán pasado!).
Nando me decía que había que cargarla de gas, pero que algo no iba bien. Parecía que tenía una fuga y, si era pequeña, podíamos tener suerte.
Volvió esa misma noche para cargar el gas y quedó en esperar varios días a ver qué tal iba.
¡Qué bonito fue todo! Tres días de paz, tranquilidad y noches del tirón. Nando me escribía todas las noches para ver qué tal seguía el apaño y ya íbamos a darlo por solucionado… Hasta que llegó el cuarto día y me despertó una alarma que no era la de mi móvil y que tampoco sonaba a las 7.
«¡La alarma de la nevera!».
Avisé al bueno de Nando que ya parecía olérselo y dijo: «creo que la fuga es más grande de lo que parecía. Vamos a hacer un último intento. Te la vuelvo a cargar y si no se soluciona tendrás que tirarla».
Que duro fue. Así, sin piedad, a sangre fría.
Y ayer por la tarde volvió a visitarme para esa segunda recarga, pero la nevera ya no se recuperó.
Al poco de irse él ya sonó la primera vez y unas horas después una segunda. Lo peor era que no se recuperaba ni dejaba de parpadear después de apagar la alarma… Algo no iba bien, pero no podía imaginar que todo desencadenaría en un parto como el que he vivido.
Ya no fabrican los electrodomésticos como antes
Sobre las 3 de madrugada empezaron las contracciones («Nando ¿seguro que la rellenabas de gas?»).
¿Has oído alguna vez una de esas lavadoras viejas cuando está centrifugando y parece que va a despegar? Pues básicamente eso era una contracción de mi nevera. Duraba unos segundos y paraba, pero se repetía cada varios minutos.
La primera contracción me puso un poco alerta. Pensé: «me están robando» y esa sensación de que el cuerpo se te tensa y se pone en modo «preparado para huir» me despejó del todo.
Con la segunda contracción (a no ser que me perdiera alguna de antes mientras dormía), ya pensé que quizás estaban forzando la puerta de la terraza en la que tiendo la ropa, que está junto a la cocina. Pero un par de contracciones después, sobre las 3:20, ya tenía claro que la nevera estaba de parto.
No tenía muy claro si levantarme a echar una mano o no y empezaron a pasar por mi cabeza todo tipo de opciones, desde una explosión final hasta la imagen de mi cadáver tendido en el suelo y mordisqueado por los gatos tras electrocutarme al intentar darle al botón de apagado.
Y lo que pasa cuando hay muchas opciones y no sabes cuál será la mejor: que me quedé en la cama intentando interiorizar la sonata cíclica como parte de cualquier otro ruido ambiental. Y sobre las 4:30 estaba hasta el pirri ya y quise evitar un desenlace salvaje. Eso y que me parecía oler algo raruno.
Después de varios minutos cogiendo fuerzas, me levanté y apagué la nevera maligna para volver a mi acogedora camita.
Esto ha sido lo más arriesgado que he hecho en Alcoy desde los yogures que llevaban tres meses caducados. Pero sigo siendo una intrépida.
Y bueno, como suelo decirte siempre, para que veas que a los 40 (y uno) todavía puede haber primeras veces.